6/12/68
En la segunda carta de Pedro, se nos dice que “nos ha concedido sus preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas lleguemos a ser participantes de la naturaleza divina” (2 Ped. 1:4). Estas preciosas y grandes promesas sólo pueden reconocerse a medida que se llevan a cabo en la vida de un individuo. Estas son las grandes y preciosas promesas de Dios.
Esta noche, echemos un vistazo a lo que se promete. En la carta de Pablo a los Romanos (y las cartas de Pablo precedieron a los evangelios) y aquí leemos en estas cartas: “Él es designado Hijo de Dios… por su resurrección de entre los muertos” (Rom. 1:4). En el mismo capítulo dice: “No me avergüenzo del evangelio: es poder de Dios para salvación de todo aquel que tiene fe” (versículo 16). Aquí él identifica el evangelio con Jesucristo, entonces cuando lees la palabra Jesucristo puedes leer la palabra evangelio. Por eso cuando leemos ahora en el Sermón del Monte: “No penséis que he venido para abolir la ley y los profetas; No he venido para abolirlos sino para cumplirlos” (Mateo 5:17).